¡Señor Jesús!
Me cuesta perdonar a las personas
que me hacen daño,
que me han herido con la palabra o los gestos,
que me han engañado,
que me han criticado a mis espaldas
o han difundido mentiras sobre mí.
Me cuesta perdonar también
a quienes han hecho daño
a las personas que quiero.
Yo, como Pedro, estaría dispuesto a perdonar,
pero hasta cierto punto.
En cambio, tú nos dices
que debemos perdonar siempre.
Y no nos lo cuentas con un sermón,
sino con una parábola de las tuyas,
que da la vuelta a nuestros planteamientos
demasiado egoístas e instintivos.
Me invitas a no situarme solamente en la piel
de quien ha sido ofendido y le piden perdón,
sino también en la de quien ha ofendido
y necesita perdón
de los demás y de Dios mismo.
No siempre soy consciente
de lo que recibo de los demás:
me fijo solo en lo que hago yo.
Por eso, además de perdonar,
me cuesta ser agradecido.
Sí, Jesús: si miro mi vida con atención
tengo que reconocer la suerte que he tenido,
del perdón y de la misericordia
de los demás y del Padre
ante mi ofensa y mis miserias.
Te agradezco tu palabra, que me interpela
y me invita a la conversión:
«Si tú has sido perdonado,
también debes perdonar,
y no tienes ningún derecho a pedir perdón
si no estás dispuesto a ofrecerlo de corazón
a los hermanos».