Hoy os recordamos y os celebramos a todos,
Santos de Dios, de toda clase y condición,
hermanos nuestros,
que tenemos el gozo de saberos en el cielo
intercediendo a favor nuestro.
Las semillas de Evangelio han dado fruto -durante siglos-
para miles de millares, para millones:
multitud de personas
habéis llegado felizmente a la meta,
y ahora sois nuestros ejemplos en el camino.
La gran mayoría no fuisteis famosos, como tampoco nosotros.
Hombres y mujeres anónimos, de todas las edades;
también, sin duda, muchos a los que habremos tratado,
que habéis formado parte de nuestra vida, de la familia,
del barrio, del pueblo, del trabajo, de donde sea.
Sacerdotes, profesores, monjas y vírgenes, mártires,
conversos, obreros, oficinistas, enfermos, discapacitados,
vecinos y vecinas, ciudadanos, misioneros, buena gente.
Elevamos la mirada a la -ya vuestra- bienaventurada Patria
y pedimos a Dios que podamos alabarlo eternamente,
en compañía de los santos ángeles y de todos vosotros.